
Enea Lebrun (REUTERS)
Una vieja fábrica de lápices convertida en centro de atención para migrantes en el sur de Costa Rica, muy cerca de la frontera con Panamá, fue el inesperado destino de unos 200 deportados desde Estados Unidos a mediados de febrero. Estas personas, entre las que había decenas de menores, habían migrado originalmente de países tan variados como China, Irán, Vietnam, Etiopía o Uzbekistán. Todos planeaban solicitar asilo en Estados Unidos. Pero el Gobierno de Donald Trump los detuvo al intentar ingresar a territorio estadounidense a través de la frontera con México y los deportó sin demasiado revuelo mediático al país centroamericano.
Por elpais.com / Nicholas Dale Leal
En Panamá, por esas mismas fechas, ya ascendían a 300 los deportados desde EE UU y procedentes también de distintos países. Primero fueron alojados en un hotel de la capital, Ciudad de Panamá, desde donde pidieron ayuda con carteles que colgaban de las ventanas de las habitaciones en las que estaban retenidos. Poco después, aquellos que no aceptaron ser repatriados a sus países de origen fueron enviados a un centro de detención a las puertas de la selva del Darién, cerca de la frontera con Colombia.
En ambos casos, el de Costa Rica y el de Panamá, los migrantes ya han sido liberados, gracias en gran parte a la presión ejercida por las acciones legales presentadas por organismos humanitarios contra los Gobiernos de las dos naciones centroamericanas. Pero los deportados siguen en un limbo: se encuentran en un lugar desconocido, muchos de ellos apenas cuentan con recursos y se resisten a volver a sus países por temor a la persecución.
No se trata de situaciones aisladas. El caso más sonado del reguero de deportaciones ordenadas por Trump fue el de los alrededor de 250 venezolanos enviados a una prisión salvadoreña en marzo, donde presuntamente siguen. Pero hay más. México, discretamente, ha recibido a 5.466 extranjeros deportados desde el regreso del magnate republicano a la Casa Blanca el pasado 20 de enero, según datos del propio Gobierno mexicano.
Tampoco es una práctica nueva. Pero la actual Administración estadounidense ha llegado a acuerdos con Gobiernos latinoamericanos que, según los expertos en derechos humanos, no brillan por sus garantías legales. La ventaja, a ojos de la Casa Blanca, es triple: permite expulsar a personas de países con los que no tiene acuerdos de deportación; libera plazas en sus centros de detención; y también manda un claro mensaje, otro más, de disuasión a los migrantes.
Desde el primer momento se plantearon muchas preguntas sobre la legalidad de estas deportaciones, asegura Ariel Ruiz Soto, analista senior del think tank (laboratorio de ideas) Migration Policy Institute (MPI). “Deportar a personas desde Estados Unidos a otro país que no es su país de origen no es técnicamente ilegal, pero la implementación sí debe cumplir con procesos legales nacionales e internacionales”, explica. “Lo que hemos visto es que el presidente Trump quiere expandir y buscar el límite de lo que permite la ley de migración. Al declararse el estado de emergencia [Trump firmó un decreto en su primer día de mandato para declarar una emergencia migratoria], el presidente asume diferentes facultades que le dan un mayor control sobre cómo gestionar y reducir ciertos derechos de personas extranjeras, indocumentadas o documentadas”, ahonda Ruiz sobre la situación jurídica dentro del país. A pesar de órdenes judiciales contrarias, el estado de emergencia ha permitido además cerrar la puerta de facto a las solicitudes de asilo nuevas y agilizar el procedimiento de deportación, al limitar las posibilidades que tienen los inmigrantes para impugnar sus casos ante la justicia.
Por otra parte, según el derecho internacional, un país no tiene ninguna obligación de recibir a deportados extranjeros, sino que lo hace solo si lo acepta voluntariamente o por un acuerdo puntual con el Gobierno que ordena la deportación. En los precedentes existentes —como el acuerdo firmado por la Unión Europea con Turquía durante la crisis de los refugiados sirios o el programa Quédate en México de la primera presidencia de Trump— estos acuerdos incluían la garantía de poder solicitar asilo, bien en el destino final o en el tercer país de acogida temporal. Por ello, estos tratados solían hacer hincapié en que el tercer país era “seguro”. Ya no es el caso. “Es lo que los grupos de defensa de derechos humanos tildan de ilegal: el hecho de que los están mandando sin garantías de protección y evadiendo los derechos que tienen los migrantes para solicitar asilo”, advierte Ruiz.
Ahora, en cambio, el mensaje es que los deportados solo permanecerían durante un tiempo en estos terceros países, es decir, mientras buscan la manera de volver a sus países de origen. La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, se refirió a ello la semana pasada. “Cuando entró [llegó al cargo] el presidente Trump, por razones humanitarias, sin firmar absolutamente nada, nosotros decidimos aceptar a personas de otras nacionalidades, particularmente las que vienen por la frontera norte, y la mayoría de forma voluntaria deciden regresar a sus países”, explicó la mandataria. México ha recibido a más de 5.000 extranjeros, principalmente centroamericanos y caribeños, procedentes de Estados Unidos. Es con mucho el país que más ha recibido, aunque la cifra está muy por debajo de los 30.000 mensuales que el presidente anterior, Andrés Manuel López Obrador, había acordado con el expresidente Joe Biden en el pico de la crisis migratoria que se desató después de la pandemia.
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